Mis pies me mataban. Después de
todo el día en la calle con tacones de 10 centímetros, ya no daba para más;
pero ya saben: yo, antes muerta que sencilla. Así que aunque
los pies estaban hechos polvo, yo seguía de pie, contoneándome con gracia por
la calle, con la espalda recta, sin doblar las rodillas, como si no pisara el
suelo, etérea. Después de horas en un banco de tres pesos llamado BanBajío donde
no me dejaron cobrar cuatro cheques porque, aunque cerraban la sucursal a las 4
de la tarde; por el Covid, ya no daban servicio desde las 3:20 p.m.; pero yo
seguí con mis pendientes y mi última parada era Wal-Mart, pues tenía que hacer
compras súper importantes para una esclava de la belleza como yo, obsesionada
con lucir siempre una piel flawless. Necesitaba
shampoo, acondicionador, serum con ácido hialurónico y colágeno y, aunque
encontré todo, hice mi berrinche porque el serum estaba agotado.
Obviamente después de un día de mucho
estrés y con mis pies pidiendo esquina, el cerebro se me calentó y armé mi
escándalo: -“háblale a tu gerente en este
momento porque aunque nos gobierne un viejito con tendencias comunistas, aún no
somos Venezuela, ¿cómo que no hay del serum que necesito?”-; la cajera
obviamente me torció la boca porque la fila detrás de mí era enorme, pero “al cliente, lo que pida” y voceó a su
incompetente gerente. Con cartera en mano, yo manoteaba exigiendo el serum
maravilla que necesitaba, pero al final me dijeron “no lo tenemos, pero dame tu teléfono para que cuando llegue, te
avisemos para que vengas a recogerlo”; en fin, la gente en la fila suspiró
como relajando su alma cuando metí mi Amex en la terminal de la tarjeta y entonces,
salí del centro comercial. Llegando a casa, me tiré sobre mi cama, me puse una
cremita de menta y eucalipto sobando mis pies y los reposé recargándolos en la
pared hacia arriba; cerré los ojos mientras recapitulaba ése día de locos y
pensaba “what a day!”.
Ya con los pies y el estrés relajados,
recordé mis tiempos de secundaria, cuando mis amigas me contaban sus historias
con los chicos guapos del colegio, y me transmitían esa emoción adolescente que
se te enciende en el corazón con esos primeros amores llenos de intensidad. Mientras
revivía ésos momentos, al mismo tiempo la melancolía me invadía porque yo nunca
supe de eso y, aunque estuve enamorada en aquellos entonces, todo fue un
secreto, pues era (y es) impensable que yo pueda demostrar mis sentimientos, ya
que los chicos nunca lo toman a bien. Entonces pensaba “me hubiera gustado
poder vivir algo así en aquellos días”, pero ya el tiempo pasó y no regresa ni
perdona, ya a mis veintisiempre, las cosas no son iguales; además que hace
meses atrás decidí claudicar ante el amor porque simplemente no se me da; sin
embargo, la lección aprendida en ese día vino de la mano del serum agotado en Wal-Mart:
No se puede tener todo en la vida; pues aunque ahí estaba mi American Express
lista para pagar, simplemente el serum estaba agotado; y a pesar de que yo esté
en la mejor disposición de enamorarme, simplemente los chicos no tienen la
misma disposición.
Pero la noche llegó y mi Hada Madrina
hizo su chamba. Me vi en mis sueños bailando entre conejitos, unicornios y
demás animalitos del bosque, mientras esa varita mágica me envolvía en un polvo
de estrellas para transformarme en una princesa dentro de un vestido rosado con
una crinolina enorme que esponjaba tan amplio que parecía pastel de primera comunión
de rancho provinciano, y luego vino la magia: Desperté un lunes a las 7 de la
mañana, con una chispa sin igual y una sonrisa bien marcada en el rostro. Me levanté
de la cama, me lavé la carita y me alisté para irme al colegio; sí, al colegio.
-“Siéntense
donde quieran”-, dijo la Miss, y yo tomé el lugar del centro, porque siempre he
sido la niña de los plumones que no se quiere perder nadita de la clase. Después
de acomodarme y estar lista para aprender cosas nuevas, él entró a sentarse
frente a mí del lado izquierdo, de
Iztapalapa para el mundo: 1.75, piel apiñonada, cabello cortito y unos
brazos trabajaditos, de esos en los que quieres despertar todas las mañanas.
Obvio mi corazón se aceleró pero mi mente me gritaba “¡gobiérnate, Karenina!”. Al principio lo veía sin verlo, de esas
miradas súper discretas que parece que no son, pero están súper atentas en
donde se asientan; y mis ojos se asentaban en esa espalda, brazos y pectorales
de hombre que me hacían suspirar y, aunque en mi vida regular, nada pasa de
admirar a un hombre en secreto; la Vida me decía que habría algo más, que eso sería
sólo el comienzo. No sé cómo pasó pero comenzamos a hablar más y más, hasta
llegar a ése punto donde el día no es día si él no está ahí.
Si la timidez tuviera un cuerpo
físico, sin duda sería yo. Uno de esos días, la clase estaba tan aburrida que,
después del recreo, Morfeo nos acechaba, faltaban 3 horas para salir de clases
y el tic-tac del reloj contaba los segundos como si fueran una eternidad. Entre
el aburrimiento y cansancio, ambos estiramos nuestros cuerpos y, sin querer,
nos volteamos a ver, pero al mover mi mano en dirección hacia él, él la quiso
tomar como cuando el príncipe toma gentilmente la mano de la princesa para
subirla en su corcel y huir por el Bosque Encantado hacia la torre más alta de
su castillo; en ése momento, mi cerebro reaccionó, haciéndome abrir los ojos
sorpresivamente; entonces sus ojos entendieron el mensaje, su iris transmitió
ése reflejo a su cerebro , quien le dijo “wey,
no mames, ¡te equivocaste!, no te está dando la mano, ¡pelmazo!, sólo se está
estirando”; entonces, ambos sonrojados, nos volvimos a nuestro lugar
agachando la cabeza en señal de vergüenza, ¡qué oso!.
-“¿Quieres
ir a bailar hoy saliendo del colegio?”-, Me dijo un viernes después de partir
el pastel de su cumpleaños, -“vamos a ir
los chicos a un bar terminando las clases para celebrar mi cumple; dile a tus
amigas para ir todos juntos”-. No fue casualidad que ése día llevé mi kit
de maquillaje al colegio, así que terminando las clases, mis amigas y yo
pasamos al baño a retocarnos y, saliendo del edificio, ahí estaba él junto con
los demás chicos esperándonos para irnos a un bar en Zona Rosa. Pedimos mesa
cerca de la pista, con su rostro frente al mío, nuestras miradas se cruzaban inevitablemente
y, a cada cruce, nuestros labios respondían con una sonrisa coqueta instintivamente.
Me dijo, -“Mia, ¿bailas?”-, y yo, con
ojos brillantes respondí –“¡obvio, me
encanta!”-; entonces me dijo, -“perfecto,
a ver si me aguantas el ritmo, te voy a sacar a bailar unas buenas cumbias”-,
y yo, encantada; pero no todo es perfecto, porque los demás chicos le
comenzaron a hacer mucha burla que, entonces, él se cohibió y, ya entrada la
noche, sacó a bailar otra niña.
En la pista sonó “Amor A Primera Vista” de los Ángeles
Azules con Belinda y entonces él se levantó a bailar con la niña de las
chichotas; él no tuvo el valor de invitarme a bailar aquella canción que le
dije que me encantaba, pero mientras él bailaba con ella, su mente estaba
conmigo, porque a cada paso que daba, sus ojos estaban fijos en mí, y yo,
entonces, sonreí; gocé la canción como si ella fuera yo quien lo tomaba de esos
brazos de ensueño que todos los días me hacían suspirar. Al día siguiente llegué
con gafas de Silvia Pinal al colegio y, como si se tratara de esos buenos
tiempos de secundaria, los pormenores de la noche anterior estaban en boga:
-“…y
entonces le preguntaron si traía onda contigo y él nunca lo negó”-
-“¡Wey,
es obvio que ahí hay algo!”-
-“no
te dejaba de ver en toda la noche”-
-“cuando
te pusiste a bailar, no despegaba los ojos de ti”-
-“¡Es
obvio que le gustas!”-
Me sentía en ése limbo rosado de amor
de secundaria donde entre las niñas se secretean cosas de los niños que les
gustan, y los niños hacen exactamente lo mismo; nos cruzábamos en el salón, en
el patio como pretendiendo que no sentíamos nada, pero nuestro instinto decía
exactamente lo contrario, la tensión romántica era innegable.
Mi Hada Madrina me cumplió el sueño que
nunca pude vivir en la secundaria, de ése idilio adolescente con un chavito de
22 años que, aunque nunca podrá ser por la diferencia de edad, es lindo sentir
ésa química prohibida que nos hace disfrutar el momento sin pensar en el
mañana, de jugar tomando nuestras manos, hacernos cosquillas en ombligo,
golpecitos el uno al otro como de besos frustrados, cruzar miradas coquetas,
compartir el lunch, las palomitas de maíz, los cigarrillos. Una infatuación
adolescente que me arranca sonrisas en un momento donde me estoy recuperando de
un corazón roto, me hace mantener una pequeña esperanza dentro de mí de que,
aunque nunca he sabido lo que es un amor de verdad y bien correspondido, al
menos sé que a alguien no le soy del todo indiferente.
Hace meses claudiqué ante el amor y no
pienso volver atrás, a mi edad he entendido que, como con mi serum, no se puede
tener todo lo que queremos en la vida, pero estos pequeños chispazos de amor me
hacen sentir, aunque sea por un momento, un poquito del amor que la vida siempre me ha negado y nunca he
podido tener. Sin duda es un Amor a primera vista.
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