La lluvia comenzó a rozar mis
mejillas mientras mis tacones tronaban en el pavimento de aquella plaza
comercial donde quedamos de vernos. Caminaba a prisa por el miedo a mojarme, el
cielo gris se vino sobre la ciudad, mientras pensaba en lo difícil que sería
para ti transportarte desde tu pueblo y cumplir con la cita que teníamos
pendiente. Aceleré el paso mientras de mi bolso sacaba el celular para pedir un
Uber, con la otra abrí la sombrilla para cubrir mi maquillaje im-pe-ca-ble de
sábado por la tarde. Esperé al conductor y en cinco minutos llegó. Corrí a
prisa para topar de repente con una pareja que frente de mí se abrazó y besó,
derramaban amor así como yo derramé sobre el pavimento un poco de mi Soy Latte
Venti de Starbucks.
Esa semana le agradecí a Dios el
haberte cruzado en mi camino; saliste de la nada y en poco tiempo era como si
ya te conociera de años, tal como te imaginé.
Prendí una velita en
agradecimiento… por ti.
“Es que los Acuario son los consentidos de Dios. Sólo pide al Universo
lo que desees y se te concederá” –Me dijo Catalina Latapí la última vez que
me leyó las cartas mientras tronaba los dedos como apresurando al cosmos. Mi
amiga Lucía Acosta me dijo algo similar: “el
hombre perfecto sí existe si así tú lo quieres. Tu mente atrae lo que piensas;
piensa positivo y atraerás cosas positivas. Imagínalo, dibújalo en tu mente y
deséalo en realidad para que llegue a tu vida; agradece al Universo como si ya
lo tuvieras contigo, a tu lado, y verás que llegará…”. Te describí en un
papel que guardé en mi baúl de recuerdos, como si le dictara a Dios otra más de
mis historias; te leía a cada rato para terminar cerrando los ojos e
imaginándote frente a mí, con esa carita de niño y ese cuerpo de hombre, con
una sonrisa de sol y unos ojos como estrellas. Te guardé un espacio en mi cama
y casi podía sentir tus brazos fuertes abrazarme a la hora de dormir; parecía que
olía tu perfume en mi habitación y reía al imaginarte contándome tus anécdotas
tirados en la cama una tarde de películas y vino tinto.
Sí, te traje a mi vida con la
mente. Era esa sensación infantil de despertar a media noche una Navidad y
encontrar el regalo deseado debajo del árbol iluminado, así. En menos de una
semana ya sabía casi todo de ti. Estaba segura que venías enviado de mis más
profundos deseos y que alguien, allá arriba, había conspirado a mi favor para
convertirte en realidad; le agradecí a Dios por cruzarte en mi camino, por
tener tanto en común y por el futuro venidero. Eras como te deseaba y fui
feliz.
Aquel sábado bajé del Uber más
aprisa que como subí, después de asistir a la cita que nunca fue; la lluvia
arreciaba y mojaba mis piernas alargadas por mis tacones del 15 y semidesnudas
por una minifalda corta y coqueta, pero oscura como el cielo de esa tarde de
tormenta; el viento pegaba mi suéter al cuerpo y entré corriendo a mi
departamento, no por la lluvia sino por ese sentimiento que invadía mi cuerpo;
aventé mi bolso en el sofá y corrí a tirarme a mi cama a abrazar una almohada
para…
¿Llorar por ti?
No, ¿me creerás que no pude
llorar por ti?, en verdad no pude. Te convertiste en la tormenta eléctrica que
me envolvía por dentro, que me mareaba y sacudía por dentro como huracán en
costa tropical; en un dolor de esos que te estremecen el cuerpo al mismo tiempo
que te invaden como cáncer hasta los huesos pero…
No.
Lloré.
Por ti.
Desapareciste de la nada. Te
tragó la tierra un día antes de nuestra cita; pasaron tres días y no supe de ti
hasta aquella mañana en que texteaste “discúlpame por todo”, y tu foto
desapareció de mis contactos. En ése momento deseé que te pasara lo peor del
mundo, deseé desde lo más profundo de mi alma que te hicieran lo mismo que me
hiciste a mí una y mil veces: enamorarme para luego desaparecer sin previo
aviso; que jugaran con tus sentimientos hasta hacerte sentir tan miserable y
tan imbécil de la misma manera como lo hiciste conmigo, verte llorar de desamor
tirado en el suelo hasta que tus ojos se volvieran polvo. Deseaba con todo mi
ser una explicación tuya del por qué lo hiciste, qué te había hecho yo para que
me trataras así, por qué a mí… pero no, yo no soy como tú.
Las mujeres tenemos un don que
los hombres no: la intuición. Nosotras sabemos las cosas sin que las digan, por
más que lo oculten… siempre sabremos la verdad. Y la explicación a todas las
preguntas vino después, sin esperarla, sin pedirla. Volviste con Yolanda, tu
ex. Volviste con aquella mujer que tanto te despreció, con quien no te valoró
y, ¿qué te puedo decir?, nada; porque como dice el dicho “el que por su gusto
es buey, hasta la yunta lame”. El hombre que olvida su pasado está condenado a
cometer los mismos errores.
Hoy no llovió. El sol salió para
mí y estaba tan radiante que llamé a Marcela Valencia para vernos en la terraza
de un bar, echar chismesito y unos coctelitos coquetos. Hablando con ella de puro
desamor, caí en la conclusión de que, aunque hubiera deseado que tuvieras la
cortesía de mínimo escribir un adiós, el Universo sí conspiró para volvernos a
encontrar en esta vida y darme cuenta que, en esta y mil vidas más, no quiero
volver a verte.
Y no me queda más que desearte
buena suerte¸ que no te alcance el karma y que Dios te bendiga, porque, tal
vez, lo necesitarás.
Te deseo todo el amor
del mundo, porque quien lastima sin razón es porque le falta amor… y es precisamente
amor lo que a mí me sobra.
Inshallah.
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